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Este sitio está dedicado a compartir mis inquietudes literarias y las de mi grupo de lectura.

09 febrero 2004

Hay hombres que luchan un día y son buenos
Hay otros que luchan muchos días y son muy buenos,
pero hay quienes luchan toda su vida
esos son los imprescindibles.
Bertolt Brecht








Se busca un brazo.


Pocas cosas quiero recordar de los años de estudiante que pasé en el norte del país. No sólo por la aversión que desde pequeño he tenido hacia los ambientes áridos (una ciudad sin vegetación es una ciudad que no se adhiere a la vida) sino que además en el norte de México la propia gente parece apenas algo viva. A mí siempre me ha gustado ver y sentir la vida del mundo en movimiento; de hecho creo que sólo en la dinámica se manifiesta el auténtico sentido de la existencia humana; y aquella gente más bien parecía que le rendía tributo a la muerte y no sólo lo digo por su inactividad, por su vida pasiva; sino porque con el paso del tiempo terminé por comprender que para ellos a veces la muerte tiene más ventajas que la vida; sobre todo cuando la muerte es la de los otros, la de los que les estorban, la de los que les complican su parsimoniosa vida.

Pero a quien no podré olvidar es a Isabel. La primera vez que escuché hablar de ella fue en la casa de la familia que me estaba rentando el cuarto donde yo vivía. Fue uno de los hijos, el mayor, quien le decía a su hermano menor que la noche anterior escuchó que la loca de Santa Elena penaba por la calle frente a la casa. El hijo menor soltó el llanto y corrió hacía la cocina donde se encontraba su madre que bien lo consoló. El hermano mayor notó mi presencia justo en el momento en que reía con el abdomen doblando hasta las rodillas. ¿Quién es la loca de Santa Elena? Pregunté. El chico se incorporó y entre medias risas me comentó que así le decían a la pepenadora que hurgaba entre los restos de la Clínica Santa Elena, la única clínica con que contaba aquel miserable pueblo. ¿Y por qué dices que está loca? Volví a preguntar. Porque ahí no hay nada más que desechos médicos, son las cosas que manda tirar el doctor, son unas enormes bolsas negras que no pueden contener comida porque en la clínica no hay comedor, además si tuviera algo comestible ya estaría echado a perder porque el olor es insoportable; sólo una loca puede soportar meterse ahí para buscar algo qué comer. Me fui de ahí pensando que las palabras del niño eran fruto de la misma imaginación que hace un momento había provocada la pavorosa huída del hermano menor. Y por varios días no pensé ya en aquella mujer.

Hasta que un día me encontré con ella cara a cara. Era morena, su pelo entristecía de tan negro, sin embargo era poco, porque lo tenía corto, al estilo de un hombre. Sus mejillas estaban levemente salpicadas por unas pequeñas manchas cafés, no sé si llamarles pecas, pero eso parecían. Sus ojos negros sólo bajo la luz del sol evidenciaban un tono café oscuro, pero yo prefiero recordarlos negros, tan negros como su pelo. Me topé con ella en el centro del camino pedregoso que dividía al pueblo en dos partes desiguales. Acababa de pasar yo frente a la clínica Santa Elena que todavía seguía mirando cuando de pronto tropecé con ella, no sé por qué no me vio, seguramente iba mirando al piso, o tal vez al cielo, pero al momento del tropiezo, apenas levantó la mirada inmediatamente me rodeó y continuó su andar, efectivamente se metió en el traspatio de la clínica a buscar algo entre las bolsas negras del basurero médico.

Al acercarme hacia el basurero, noté que el hedor era verdaderamente inaguantable; era un mezcla de formol, sangre y carne putrefacta. Vomité aire porque era lo único que tenía en el estómago a esas horas de la mañana. Aun así continué hacia delante con la intención de resolver los motivos que orillaban a ese pobre mujer a buscar algo precisamente en ese lugar tan repugnante. La vi cuando estaba desatando los cordones que amarraban una de las bolsas; al abrirla, apenas y movió la mano derecha como para alejar el primer golpe de olor que salió de la bolsa; el ambiente inmediatamente se volvió insufrible, al abrir esa bolsa el aire se convirtió en veneno. Ella, después del movimiento de la mano comenzó a buscar en la bolsa, no lo podía creer; casi se metía en ella, como si estuviera limpiando una vasija de barro que sólo sirve para almacenar agua. ¿Qué buscas aquí? Me atreví a preguntar. Ella se sorprendió y enseguida asomó la cabeza; me miró e introduciéndose nuevamente en la bolsa contestó: Un brazo. No entendí a qué se refería, volví a preguntar: ¿Un qué? Un brazo, contestó asomándose nuevamente, ¿Tú no tienes alguno? Preguntó. ¿No tengo un qué? Un brazo. Claro que sí tengo dos. A ver, muéstramelos. Le enseñe mis brazos. No me sirven, son muy grandes y muy blancos, los necesito más morenos y más pequeños; necesito brazos de bebé. No entendía absolutamente nada de lo que estaba escuchando ni de lo que estaba yo diciendo. ¿Para qué quieres un brazo de bebé? Porque estoy haciendo a mi hijo. No te entiendo. Estoy juntando las partes necesarias para formar un niño, un bebé. Dios no ha querido que lo conciba desde mi vientre, entonces lo formo con los restos de estos niños despreciados. ¿Cuáles niños despreciados? Los que traen a la clínica para que el doctor los mate y que luego arrojan aquí envueltos en bolsas negras. No le quito nada a nadie; estoy haciendo a mi niño con los restos de los hijos que nadie quiso, los niños que sus padres mandaron matar. Al escuchar aquellas cosas sentía que me encontraba en el límite de mi comprensión. ¿Cómo te llamas? Indagué. Isabel. Dijo la muchacha. Isabel; ¿qué te falta para completar a tu hijo? Sólo un brazo, un brazo derecho. No sé si todo me comenzó a parecer lógico o era que yo me estaba volviendo loco junto a ella para hacer esa clase de preguntas. ¿Y cómo harás para que tu hijo viva? Inquirí. No sé; primero tengo que completarlo, lo demás se lo dejo a Dios, le voy a pedir que le sople, como le sopló a Adán, yo creo que con eso será suficiente. Isabel seguía buscando, ya para ese momento había vaciado el contenido de la bolsa justo frente a mí, y yo no lo había notado; no cabía duda: me estaba volviendo loco. Cuando reaccioné pude ver frente a mí pequeños trozos de pequeñas personas. Había pedazos de pies, de manos, de tórax. En el colmo de mi demencia grité: ¡mira ahí hay un brazo y es derecho! Isabel lo vio, lo tomó y por un momento dejó ver una inmensa expresión de alegría, aunque sólo fue un segundo, pues inmediatamente dijo: No me sirve. ¿Por qué? Porque es un brazo de mujer y mi hijo es un varón. Me quedé callado, no sabía qué decir; era mucha locura para una sola ocasión. Isabel se alejó de la bolsa y de los fetos regados en el suelo, se apoyó del muro de la clínica y se puso a llorar. Era un llanto desesperado, cansado, triste. ¡Necesito un brazo derecho, mi hijo se está muriendo antes de nacer, cada vez huele peor; las madres solucionan con un pañal los males olores de sus hijos pero yo no puedo resolverlo tan fácilmente, mi hijo se está pudriendo desde los pies hasta la cabeza, así Dios no va a querer prestarle un poco de vida, me urge un brazo derecho, me urge para mi niño!

Eso era más de lo que un hombre común como yo podía soportar. Así que cobardemente comencé a caminar hacia atrás. Isabel no me vio y seguro que cuando dejó de llorar ya me encontraba yo bien lejos de ese lugar.

Nunca volví a ver a Isabel y sólo una vez más escuché hablar de ella. Fue 8 años después cuando regresé al pueblo por mi comprobante de estudios. Le pregunté al hijo de mi posadera, que para ese entonces ya era un adolescente: ¿Y qué fue de la loca que pepenaba en la Clínica Santa Elena? Ya no vive aquí y ya no le decimos la loca. ¿En dónde vive entonces? Nadie sabe. ¿Y por qué ya no le dicen la loca? Porque se curó. Es más hasta tuvo un hijo aunque nunca supimos de quién. ¿Un hijo? ¡Eso es imposible!. Exclame vehementemente como si me fuera la vida en ello. Claro que no, todos lo conocimos, nunca supimos cómo se llamaba pero en el pueblo le decíamos el manquito.


Aquí está tu cuento, es lo más que yo puedo darte; en cuanto a tu hijo; estoy seguro de que está en algún lugar esperándote. Sólo tienes que insistir.







Hay hombres que luchan un día y son buenos
Hay otros que luchan muchos días y son muy buenos,
pero hay quienes luchan toda su vida
esos son los imprescindibles.
Bertolt Bretch.

Se busca un brazo. 

Se busca un brazo.


Pocas cosas quiero recordar de los años de estudiante que pasé en el norte del país. No sólo por la aversión que desde pequeño he tenido hacia los ambientes áridos (una ciudad sin vegetación es una ciudad que no se adhiere a la vida) sino que además en el norte de México la propia gente parece apenas algo viva. A mí siempre me ha gustado ver y sentir la vida del mundo en movimiento; de hecho creo que sólo en la dinámica se manifiesta el auténtico sentido de la existencia humana; y aquella gente más bien parecía que le rendía tributo a la muerte y no sólo lo digo por su inactividad, por su vida pasiva; sino porque con el paso del tiempo terminé por comprender que para ellos a veces la muerte tiene más ventajas que la vida; sobre todo cuando la muerte es la de los otros, la de los que les estorban, la de los que les complican su parsimoniosa vida.

Pero a quien no podré olvidar es a Isabel. La primera vez que escuché hablar de ella fue en la casa de la familia que me estaba rentando el cuarto donde yo vivía. Fue uno de los hijos, el mayor, quien le decía a su hermano menor que la noche anterior escuchó que la loca de Santa Elena penaba por la calle frente a la casa. El hijo menor soltó el llanto y corrió hacía la cocina donde se encontraba su madre que bien lo consoló. El hermano mayor notó mi presencia justo en el momento en que reía con el abdomen doblando hasta las rodillas. ¿Quién es la loca de Santa Elena? Pregunté. El chico se incorporó y entre medias risas me comentó que así le decían a la pepenadora que hurgaba entre los restos de la Clínica Santa Elena, la única clínica con que contaba aquel miserable pueblo. ¿Y por qué dices que está loca? Volví a preguntar. Porque ahí no hay nada más que desechos médicos, son las cosas que manda tirar el doctor, son unas enormes bolsas negras que no pueden contener comida porque en la clínica no hay comedor, además si tuviera algo comestible ya estaría echado a perder porque el olor es insoportable; sólo una loca puede soportar meterse ahí para buscar algo qué comer. Me fui de ahí pensando que las palabras del niño eran fruto de la misma imaginación que hace un momento había provocada la pavorosa huída del hermano menor. Y por varios días no pensé ya en aquella mujer.

Hasta que un día me encontré con ella cara a cara. Era morena, su pelo entristecía de tan negro, sin embargo era poco, porque lo tenía corto, al estilo de un hombre. Sus mejillas estaban levemente salpicadas por unas pequeñas manchas cafés, no sé si llamarles pecas, pero eso parecían. Sus ojos negros sólo bajo la luz del sol evidenciaban un tono café oscuro, pero yo prefiero recordarlos negros, tan negros como su pelo. Me topé con ella en el centro del camino pedregoso que dividía al pueblo en dos partes desiguales. Acababa de pasar yo frente a la clínica Santa Elena que todavía seguía mirando cuando de pronto tropecé con ella, no sé por qué no me vio, seguramente iba mirando al piso, o tal vez al cielo, pero al momento del tropiezo, apenas levantó la mirada inmediatamente me rodeó y continuó su andar, efectivamente se metió en el traspatio de la clínica a buscar algo entre las bolsas negras del basurero médico.

Al acercarme hacia el basurero, noté que el hedor era verdaderamente inaguantable; era un mezcla de formol, sangre y carne putrefacta. Vomité aire porque era lo único que tenía en el estómago a esas horas de la mañana. Aun así continué hacia delante con la intención de resolver los motivos que orillaban a ese pobre mujer a buscar algo precisamente en ese lugar tan repugnante. La vi cuando estaba desatando los cordones que amarraban una de las bolsas; al abrirla, apenas y movió la mano derecha como para alejar el primer golpe de olor que salió de la bolsa; el ambiente inmediatamente se volvió insufrible, al abrir esa bolsa el aire se convirtió en veneno. Ella, después del movimiento de la mano comenzó a buscar en la bolsa, no lo podía creer; casi se metía en ella, como si estuviera limpiando una vasija de barro que sólo sirve para almacenar agua. ¿Qué buscas aquí? Me atreví a preguntar. Ella se sorprendió y enseguida asomó la cabeza; me miró e introduciéndose nuevamente en la bolsa contestó: Un brazo. No entendí a qué se refería, volví a preguntar: ¿Un qué? Un brazo, contestó asomándose nuevamente, ¿Tú no tienes alguno? Preguntó. ¿No tengo un qué? Un brazo. Claro que sí tengo dos. A ver, muéstramelos. Le enseñe mis brazos. No me sirven, son muy grandes y muy blancos, los necesito más morenos y más pequeños; necesito brazos de bebé. No entendía absolutamente nada de lo que estaba escuchando ni de lo que estaba yo diciendo. ¿Para qué quieres un brazo de bebé? Porque estoy haciendo a mi hijo. No te entiendo. Estoy juntando las partes necesarias para formar un niño, un bebé. Dios no ha querido que lo conciba desde mi vientre, entonces lo formo con los restos de estos niños despreciados. ¿Cuáles niños despreciados? Los que traen a la clínica para que el doctor los mate y que luego arrojan aquí envueltos en bolsas negras. No le quito nada a nadie; estoy haciendo a mi niño con los restos de los hijos que nadie quiso, los niños que sus padres mandaron matar. Al escuchar aquellas cosas sentía que me encontraba en el límite de mi comprensión. ¿Cómo te llamas? Indagué. Isabel. Dijo la muchacha. Isabel; ¿qué te falta para completar a tu hijo? Sólo un brazo, un brazo derecho. No sé si todo me comenzó a parecer lógico o era que yo me estaba volviendo loco junto a ella para hacer esa clase de preguntas. ¿Y cómo harás para que tu hijo viva? Inquirí. No sé; primero tengo que completarlo, lo demás se lo dejo a Dios, le voy a pedir que le sople, como le sopló a Adán, yo creo que con eso será suficiente. Isabel seguía buscando, ya para ese momento había vaciado el contenido de la bolsa justo frente a mí, y yo no lo había notado; no cabía duda: me estaba volviendo loco. Cuando reaccioné pude ver frente a mí pequeños trozos de pequeñas personas. Había pedazos de pies, de manos, de tórax. En el colmo de mi demencia grité: ¡mira ahí hay un brazo y es derecho! Isabel lo vio, lo tomó y por un momento dejó ver una inmensa expresión de alegría, aunque sólo fue un segundo, pues inmediatamente dijo: No me sirve. ¿Por qué? Porque es un brazo de mujer y mi hijo es un varón. Me quedé callado, no sabía qué decir; era mucha locura para una sola ocasión. Isabel se alejó de la bolsa y de los fetos regados en el suelo, se apoyó del muro de la clínica y se puso a llorar. Era un llanto desesperado, cansado, triste. ¡Necesito un brazo derecho, mi hijo se está muriendo antes de nacer, cada vez huele peor; las madres solucionan con un pañal los males olores de sus hijos pero yo no puedo resolverlo tan fácilmente, mi hijo se está pudriendo desde los pies hasta la cabeza, así Dios no va a querer prestarle un poco de vida, me urge un brazo derecho, me urge para mi niño!

Eso era más de lo que un hombre común como yo podía soportar. Así que cobardemente comencé a caminar hacia atrás. Isabel no me vio y seguro que cuando dejó de llorar ya me encontraba yo bien lejos de ese lugar.

Nunca volví a ver a Isabel y sólo una vez más escuché hablar de ella. Fue 8 años después cuando regresé al pueblo por mi comprobante de estudios. Le pregunté al hijo de mi posadera, que para ese entonces ya era un adolescente: ¿Y qué fue de la loca que pepenaba en la Clínica Santa Elena? Ya no vive aquí y ya no le decimos la loca. ¿En dónde vive entonces? Nadie sabe. ¿Y por qué ya no le dicen la loca? Porque se curó. Es más hasta tuvo un hijo aunque nunca supimos de quién. ¿Un hijo? ¡Eso es imposible!. Exclame vehementemente como si me fuera la vida en ello. Claro que no, todos lo conocimos, nunca supimos cómo se llamaba pero en el pueblo le decíamos el manquito.


Aquí está tu cuento, es lo más que yo puedo darte; en cuanto a tu hijo; estoy seguro de que está en algún lugar esperándote. Sólo tienes que insistir.


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