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Este sitio está dedicado a compartir mis inquietudes literarias y las de mi grupo de lectura.

09 febrero 2004

Hay hombres que luchan un día y son buenos
Hay otros que luchan muchos días y son muy buenos,
pero hay quienes luchan toda su vida
esos son los imprescindibles.
Bertolt Brecht








Se busca un brazo.


Pocas cosas quiero recordar de los años de estudiante que pasé en el norte del país. No sólo por la aversión que desde pequeño he tenido hacia los ambientes áridos (una ciudad sin vegetación es una ciudad que no se adhiere a la vida) sino que además en el norte de México la propia gente parece apenas algo viva. A mí siempre me ha gustado ver y sentir la vida del mundo en movimiento; de hecho creo que sólo en la dinámica se manifiesta el auténtico sentido de la existencia humana; y aquella gente más bien parecía que le rendía tributo a la muerte y no sólo lo digo por su inactividad, por su vida pasiva; sino porque con el paso del tiempo terminé por comprender que para ellos a veces la muerte tiene más ventajas que la vida; sobre todo cuando la muerte es la de los otros, la de los que les estorban, la de los que les complican su parsimoniosa vida.

Pero a quien no podré olvidar es a Isabel. La primera vez que escuché hablar de ella fue en la casa de la familia que me estaba rentando el cuarto donde yo vivía. Fue uno de los hijos, el mayor, quien le decía a su hermano menor que la noche anterior escuchó que la loca de Santa Elena penaba por la calle frente a la casa. El hijo menor soltó el llanto y corrió hacía la cocina donde se encontraba su madre que bien lo consoló. El hermano mayor notó mi presencia justo en el momento en que reía con el abdomen doblando hasta las rodillas. ¿Quién es la loca de Santa Elena? Pregunté. El chico se incorporó y entre medias risas me comentó que así le decían a la pepenadora que hurgaba entre los restos de la Clínica Santa Elena, la única clínica con que contaba aquel miserable pueblo. ¿Y por qué dices que está loca? Volví a preguntar. Porque ahí no hay nada más que desechos médicos, son las cosas que manda tirar el doctor, son unas enormes bolsas negras que no pueden contener comida porque en la clínica no hay comedor, además si tuviera algo comestible ya estaría echado a perder porque el olor es insoportable; sólo una loca puede soportar meterse ahí para buscar algo qué comer. Me fui de ahí pensando que las palabras del niño eran fruto de la misma imaginación que hace un momento había provocada la pavorosa huída del hermano menor. Y por varios días no pensé ya en aquella mujer.

Hasta que un día me encontré con ella cara a cara. Era morena, su pelo entristecía de tan negro, sin embargo era poco, porque lo tenía corto, al estilo de un hombre. Sus mejillas estaban levemente salpicadas por unas pequeñas manchas cafés, no sé si llamarles pecas, pero eso parecían. Sus ojos negros sólo bajo la luz del sol evidenciaban un tono café oscuro, pero yo prefiero recordarlos negros, tan negros como su pelo. Me topé con ella en el centro del camino pedregoso que dividía al pueblo en dos partes desiguales. Acababa de pasar yo frente a la clínica Santa Elena que todavía seguía mirando cuando de pronto tropecé con ella, no sé por qué no me vio, seguramente iba mirando al piso, o tal vez al cielo, pero al momento del tropiezo, apenas levantó la mirada inmediatamente me rodeó y continuó su andar, efectivamente se metió en el traspatio de la clínica a buscar algo entre las bolsas negras del basurero médico.

Al acercarme hacia el basurero, noté que el hedor era verdaderamente inaguantable; era un mezcla de formol, sangre y carne putrefacta. Vomité aire porque era lo único que tenía en el estómago a esas horas de la mañana. Aun así continué hacia delante con la intención de resolver los motivos que orillaban a ese pobre mujer a buscar algo precisamente en ese lugar tan repugnante. La vi cuando estaba desatando los cordones que amarraban una de las bolsas; al abrirla, apenas y movió la mano derecha como para alejar el primer golpe de olor que salió de la bolsa; el ambiente inmediatamente se volvió insufrible, al abrir esa bolsa el aire se convirtió en veneno. Ella, después del movimiento de la mano comenzó a buscar en la bolsa, no lo podía creer; casi se metía en ella, como si estuviera limpiando una vasija de barro que sólo sirve para almacenar agua. ¿Qué buscas aquí? Me atreví a preguntar. Ella se sorprendió y enseguida asomó la cabeza; me miró e introduciéndose nuevamente en la bolsa contestó: Un brazo. No entendí a qué se refería, volví a preguntar: ¿Un qué? Un brazo, contestó asomándose nuevamente, ¿Tú no tienes alguno? Preguntó. ¿No tengo un qué? Un brazo. Claro que sí tengo dos. A ver, muéstramelos. Le enseñe mis brazos. No me sirven, son muy grandes y muy blancos, los necesito más morenos y más pequeños; necesito brazos de bebé. No entendía absolutamente nada de lo que estaba escuchando ni de lo que estaba yo diciendo. ¿Para qué quieres un brazo de bebé? Porque estoy haciendo a mi hijo. No te entiendo. Estoy juntando las partes necesarias para formar un niño, un bebé. Dios no ha querido que lo conciba desde mi vientre, entonces lo formo con los restos de estos niños despreciados. ¿Cuáles niños despreciados? Los que traen a la clínica para que el doctor los mate y que luego arrojan aquí envueltos en bolsas negras. No le quito nada a nadie; estoy haciendo a mi niño con los restos de los hijos que nadie quiso, los niños que sus padres mandaron matar. Al escuchar aquellas cosas sentía que me encontraba en el límite de mi comprensión. ¿Cómo te llamas? Indagué. Isabel. Dijo la muchacha. Isabel; ¿qué te falta para completar a tu hijo? Sólo un brazo, un brazo derecho. No sé si todo me comenzó a parecer lógico o era que yo me estaba volviendo loco junto a ella para hacer esa clase de preguntas. ¿Y cómo harás para que tu hijo viva? Inquirí. No sé; primero tengo que completarlo, lo demás se lo dejo a Dios, le voy a pedir que le sople, como le sopló a Adán, yo creo que con eso será suficiente. Isabel seguía buscando, ya para ese momento había vaciado el contenido de la bolsa justo frente a mí, y yo no lo había notado; no cabía duda: me estaba volviendo loco. Cuando reaccioné pude ver frente a mí pequeños trozos de pequeñas personas. Había pedazos de pies, de manos, de tórax. En el colmo de mi demencia grité: ¡mira ahí hay un brazo y es derecho! Isabel lo vio, lo tomó y por un momento dejó ver una inmensa expresión de alegría, aunque sólo fue un segundo, pues inmediatamente dijo: No me sirve. ¿Por qué? Porque es un brazo de mujer y mi hijo es un varón. Me quedé callado, no sabía qué decir; era mucha locura para una sola ocasión. Isabel se alejó de la bolsa y de los fetos regados en el suelo, se apoyó del muro de la clínica y se puso a llorar. Era un llanto desesperado, cansado, triste. ¡Necesito un brazo derecho, mi hijo se está muriendo antes de nacer, cada vez huele peor; las madres solucionan con un pañal los males olores de sus hijos pero yo no puedo resolverlo tan fácilmente, mi hijo se está pudriendo desde los pies hasta la cabeza, así Dios no va a querer prestarle un poco de vida, me urge un brazo derecho, me urge para mi niño!

Eso era más de lo que un hombre común como yo podía soportar. Así que cobardemente comencé a caminar hacia atrás. Isabel no me vio y seguro que cuando dejó de llorar ya me encontraba yo bien lejos de ese lugar.

Nunca volví a ver a Isabel y sólo una vez más escuché hablar de ella. Fue 8 años después cuando regresé al pueblo por mi comprobante de estudios. Le pregunté al hijo de mi posadera, que para ese entonces ya era un adolescente: ¿Y qué fue de la loca que pepenaba en la Clínica Santa Elena? Ya no vive aquí y ya no le decimos la loca. ¿En dónde vive entonces? Nadie sabe. ¿Y por qué ya no le dicen la loca? Porque se curó. Es más hasta tuvo un hijo aunque nunca supimos de quién. ¿Un hijo? ¡Eso es imposible!. Exclame vehementemente como si me fuera la vida en ello. Claro que no, todos lo conocimos, nunca supimos cómo se llamaba pero en el pueblo le decíamos el manquito.


Aquí está tu cuento, es lo más que yo puedo darte; en cuanto a tu hijo; estoy seguro de que está en algún lugar esperándote. Sólo tienes que insistir.







Hay hombres que luchan un día y son buenos
Hay otros que luchan muchos días y son muy buenos,
pero hay quienes luchan toda su vida
esos son los imprescindibles.
Bertolt Bretch.

Se busca un brazo. 

Se busca un brazo.


Pocas cosas quiero recordar de los años de estudiante que pasé en el norte del país. No sólo por la aversión que desde pequeño he tenido hacia los ambientes áridos (una ciudad sin vegetación es una ciudad que no se adhiere a la vida) sino que además en el norte de México la propia gente parece apenas algo viva. A mí siempre me ha gustado ver y sentir la vida del mundo en movimiento; de hecho creo que sólo en la dinámica se manifiesta el auténtico sentido de la existencia humana; y aquella gente más bien parecía que le rendía tributo a la muerte y no sólo lo digo por su inactividad, por su vida pasiva; sino porque con el paso del tiempo terminé por comprender que para ellos a veces la muerte tiene más ventajas que la vida; sobre todo cuando la muerte es la de los otros, la de los que les estorban, la de los que les complican su parsimoniosa vida.

Pero a quien no podré olvidar es a Isabel. La primera vez que escuché hablar de ella fue en la casa de la familia que me estaba rentando el cuarto donde yo vivía. Fue uno de los hijos, el mayor, quien le decía a su hermano menor que la noche anterior escuchó que la loca de Santa Elena penaba por la calle frente a la casa. El hijo menor soltó el llanto y corrió hacía la cocina donde se encontraba su madre que bien lo consoló. El hermano mayor notó mi presencia justo en el momento en que reía con el abdomen doblando hasta las rodillas. ¿Quién es la loca de Santa Elena? Pregunté. El chico se incorporó y entre medias risas me comentó que así le decían a la pepenadora que hurgaba entre los restos de la Clínica Santa Elena, la única clínica con que contaba aquel miserable pueblo. ¿Y por qué dices que está loca? Volví a preguntar. Porque ahí no hay nada más que desechos médicos, son las cosas que manda tirar el doctor, son unas enormes bolsas negras que no pueden contener comida porque en la clínica no hay comedor, además si tuviera algo comestible ya estaría echado a perder porque el olor es insoportable; sólo una loca puede soportar meterse ahí para buscar algo qué comer. Me fui de ahí pensando que las palabras del niño eran fruto de la misma imaginación que hace un momento había provocada la pavorosa huída del hermano menor. Y por varios días no pensé ya en aquella mujer.

Hasta que un día me encontré con ella cara a cara. Era morena, su pelo entristecía de tan negro, sin embargo era poco, porque lo tenía corto, al estilo de un hombre. Sus mejillas estaban levemente salpicadas por unas pequeñas manchas cafés, no sé si llamarles pecas, pero eso parecían. Sus ojos negros sólo bajo la luz del sol evidenciaban un tono café oscuro, pero yo prefiero recordarlos negros, tan negros como su pelo. Me topé con ella en el centro del camino pedregoso que dividía al pueblo en dos partes desiguales. Acababa de pasar yo frente a la clínica Santa Elena que todavía seguía mirando cuando de pronto tropecé con ella, no sé por qué no me vio, seguramente iba mirando al piso, o tal vez al cielo, pero al momento del tropiezo, apenas levantó la mirada inmediatamente me rodeó y continuó su andar, efectivamente se metió en el traspatio de la clínica a buscar algo entre las bolsas negras del basurero médico.

Al acercarme hacia el basurero, noté que el hedor era verdaderamente inaguantable; era un mezcla de formol, sangre y carne putrefacta. Vomité aire porque era lo único que tenía en el estómago a esas horas de la mañana. Aun así continué hacia delante con la intención de resolver los motivos que orillaban a ese pobre mujer a buscar algo precisamente en ese lugar tan repugnante. La vi cuando estaba desatando los cordones que amarraban una de las bolsas; al abrirla, apenas y movió la mano derecha como para alejar el primer golpe de olor que salió de la bolsa; el ambiente inmediatamente se volvió insufrible, al abrir esa bolsa el aire se convirtió en veneno. Ella, después del movimiento de la mano comenzó a buscar en la bolsa, no lo podía creer; casi se metía en ella, como si estuviera limpiando una vasija de barro que sólo sirve para almacenar agua. ¿Qué buscas aquí? Me atreví a preguntar. Ella se sorprendió y enseguida asomó la cabeza; me miró e introduciéndose nuevamente en la bolsa contestó: Un brazo. No entendí a qué se refería, volví a preguntar: ¿Un qué? Un brazo, contestó asomándose nuevamente, ¿Tú no tienes alguno? Preguntó. ¿No tengo un qué? Un brazo. Claro que sí tengo dos. A ver, muéstramelos. Le enseñe mis brazos. No me sirven, son muy grandes y muy blancos, los necesito más morenos y más pequeños; necesito brazos de bebé. No entendía absolutamente nada de lo que estaba escuchando ni de lo que estaba yo diciendo. ¿Para qué quieres un brazo de bebé? Porque estoy haciendo a mi hijo. No te entiendo. Estoy juntando las partes necesarias para formar un niño, un bebé. Dios no ha querido que lo conciba desde mi vientre, entonces lo formo con los restos de estos niños despreciados. ¿Cuáles niños despreciados? Los que traen a la clínica para que el doctor los mate y que luego arrojan aquí envueltos en bolsas negras. No le quito nada a nadie; estoy haciendo a mi niño con los restos de los hijos que nadie quiso, los niños que sus padres mandaron matar. Al escuchar aquellas cosas sentía que me encontraba en el límite de mi comprensión. ¿Cómo te llamas? Indagué. Isabel. Dijo la muchacha. Isabel; ¿qué te falta para completar a tu hijo? Sólo un brazo, un brazo derecho. No sé si todo me comenzó a parecer lógico o era que yo me estaba volviendo loco junto a ella para hacer esa clase de preguntas. ¿Y cómo harás para que tu hijo viva? Inquirí. No sé; primero tengo que completarlo, lo demás se lo dejo a Dios, le voy a pedir que le sople, como le sopló a Adán, yo creo que con eso será suficiente. Isabel seguía buscando, ya para ese momento había vaciado el contenido de la bolsa justo frente a mí, y yo no lo había notado; no cabía duda: me estaba volviendo loco. Cuando reaccioné pude ver frente a mí pequeños trozos de pequeñas personas. Había pedazos de pies, de manos, de tórax. En el colmo de mi demencia grité: ¡mira ahí hay un brazo y es derecho! Isabel lo vio, lo tomó y por un momento dejó ver una inmensa expresión de alegría, aunque sólo fue un segundo, pues inmediatamente dijo: No me sirve. ¿Por qué? Porque es un brazo de mujer y mi hijo es un varón. Me quedé callado, no sabía qué decir; era mucha locura para una sola ocasión. Isabel se alejó de la bolsa y de los fetos regados en el suelo, se apoyó del muro de la clínica y se puso a llorar. Era un llanto desesperado, cansado, triste. ¡Necesito un brazo derecho, mi hijo se está muriendo antes de nacer, cada vez huele peor; las madres solucionan con un pañal los males olores de sus hijos pero yo no puedo resolverlo tan fácilmente, mi hijo se está pudriendo desde los pies hasta la cabeza, así Dios no va a querer prestarle un poco de vida, me urge un brazo derecho, me urge para mi niño!

Eso era más de lo que un hombre común como yo podía soportar. Así que cobardemente comencé a caminar hacia atrás. Isabel no me vio y seguro que cuando dejó de llorar ya me encontraba yo bien lejos de ese lugar.

Nunca volví a ver a Isabel y sólo una vez más escuché hablar de ella. Fue 8 años después cuando regresé al pueblo por mi comprobante de estudios. Le pregunté al hijo de mi posadera, que para ese entonces ya era un adolescente: ¿Y qué fue de la loca que pepenaba en la Clínica Santa Elena? Ya no vive aquí y ya no le decimos la loca. ¿En dónde vive entonces? Nadie sabe. ¿Y por qué ya no le dicen la loca? Porque se curó. Es más hasta tuvo un hijo aunque nunca supimos de quién. ¿Un hijo? ¡Eso es imposible!. Exclame vehementemente como si me fuera la vida en ello. Claro que no, todos lo conocimos, nunca supimos cómo se llamaba pero en el pueblo le decíamos el manquito.


Aquí está tu cuento, es lo más que yo puedo darte; en cuanto a tu hijo; estoy seguro de que está en algún lugar esperándote. Sólo tienes que insistir.


19 enero 2004

Fragmento 

Pero sobre todo
hay que ser capacesde luchar
contra cualquier injusticia
cometida por cualquiera
en cualquier parte del mundo.

Che Guevara.

Ridículum 

Ridículum.

No recuerdo mi nombre, mis padres me llamaron sebastián pero yo estoy seguro que asi no me llamaba y ellos no estaban en posición de saberlo al momento de nombrarme, creían que me estaban dando un nombre sin sospechar que ya traía uno antes de nacer, pero no lo recuerdo.

Tengo amplia experiencia en institutos de educación, aunque en lo personal no sea muy educado. 90 % de los dias de mi vida las pasé entre cuatro paredes, la de enfrente con un amplio mural verde donde me enseñaron estupideces mayores y menores, yo aprendí todas, pues para los profesores valian lo mismo, como si fuese igual decir que el seno de uno es .00038725 y decir que hidalgo es un héroe nacional.. Me cago en el carácter épico de hidalgo y el seno de uno no me importa un pito, me importa más el seno de una, de una de las maestras que nos enseñaba idioteces menores, pero ésta nos las enseñaba en inglés.

Por eso puedo decir que estoy perfectamente capacitado para decir pendejadas en dos idiomas, soy un pendejo bilingüe, my car is red, mi house is big, kiss my back. El grado de ignorancia no varia pero si hablas en ingles los monolingües creen que eres un chico listo.

La educación media o educación a medias la cursé en suelo nacional. En ella aprendi a balancear ecuaciones, los nombres de los elementos de la tabla periódica grupos a y b, gases nobles y piedras raras, aprendí también calculo infinitesimal, nociones de economía, los artículos más representativos de la constitución, los nombres de los huesos, el objeto directo y el indirecto, el presente del subjuntivo, pude conjugar en copretérito y pospretérito y recuerdo que un profesor nos hablo de un tal zaratustra que narraba a los cuatro vientos una historia de deicidio. De todo aquello no recuerdo absolutamente nada, pero en el acta final vive la constancia que demuestra que un dia lo supe y lo mantuve con esfuerzo sobrehumano en mi mente por más de 24 horas para poder contestar los exámenes. Ningún profesor me condicionó a conservar ese conocimiento para futuras pruebas y si ustedes quieren que resuelva nuevamente esas preguntas será necesario que me proporcionen una guía contestada.

El bachillerato fue una orgia perpetua, por lo que puedo asegurarles que soy inmune a cualquier clase de infección que se transmita por vía sexual. Hice el amor con las mujeres más inmundas e infectas que cualquier estudiante haya visto, y estoy más limpio y sano que karol woytylia antes del atentado. Debo decir que no asisti a clases constantemente pero con dinero y caricias cualquier calificación es posible, por cierto que las profesoras no eran menos sucias y abyectas por el simple hecho de serlo, el precio por aprobar fue muy alto, debieron darme mención de honor.



Los estudios superiores los hice en elextranjero, estudié periodismo. La experiencia internacional me sirvio para reafirmar que la mediocridad no tiene fronteras, el espíritu del ser pendejo es universal. Sin embargo puedo asegurar que soy implacable ante la mayoria de las drogas de oriente y occidente. Mis compañeros de estudios nacionales e internacionales me proporcionaron un asesoramiento personal que me llevo desde las alucinaciones bucólicas del peyote potosino hasta las sofisticadas trayectorias en línea oblicua de la zona roja holandesa pasando por el hachis con aparencia y olor a cagada que los marroquíes transportan en lo más profundo de su culo. Asi que como ven estoy capacitado tambien para soportar trabajos de mierda. Si me la he tragado estoy seguro que soportaré trabajar rodeado de ella.

Entiendo que el simple hecho de estudiar en el extranjero dice mucho para ustedes pero es necesario que sepan que la preparación es muy parecida, las universidades del mundo privado son un negocio ¿saben? Y el interes más importante de un negocio es el dinero, no la educación. Si he conseguido mi titulo fue más por mi puntual interés de pagar las cuotas que mi capacidad de comprender los contenidos de clase, que por cierto nunca variaron. Desde niño hasta la fecha, siempre fue lo mismo, memorizar, retener, repetir, sin comprender, sin analizar, sin profundizar, sin dar a la mente la más pequeña de las oportunidades. Comento esto porque no quiero que me pidan más de lo que puedo dar, no vallan a esperar que despues de 25 años comienze a reflexionar. Díganme qué cosa debo hacer y la hago, que cosa copio, que repito, donde me siento a que hora entro a que hora salgo, cuanto me van a pagar cuanto se va a ir con los impuestos pero de reflexionar nada, no me van a pagar por echar a andar la mente,

Manejo pocos programas de paquetería, pero conozco los necesarios: internet y word. El primero lo manejo prolijamente, puedo accesar a los sitios más bizarros y degenerados sin necesidad de pagar un centavo. Hay que ver las cosas que se pueden conocer gracias a este maravilloso invento de la tecnología humana: muyzorras.com sexoloco.com deperritoysinvoltear.com teenshardcore. Lo que sea sin necesidad de pagar, una maravilla.

Word fue una excelente alternativa para poder cortar y pegar ensayos y trabajos. Es increíble la rapidez con la que se puede hacer entregas académicas y profesionales, combinando la búsqueda en internet y el proceso de copiado en word, se puede construir un trabajo que hable de cualquier tema, en cualquier idioma y con cualquier tono intelectual, lo justo para el encargo que se está haciendo.



Simón 

Simón.

Los rayos de sol apedreaban el toldo y el cofre con una ferocidad animal. Seguramente lo mismo pasaba con el remolque, pero ese era problema de las frutas, no de Simón Huerta. En el exterior la temperatura era mayor a los 40 grados, por lo que bajar la ventila no era un recurso, ni siquiera el contacto con el aire parecía agresivo, pues la carga no dejaba que la aguja acariciara los 80 Km. por hora.

Simón tenía la columna vertebral empapada. De sus curtidos lomos chorreaba incesantemente la prueba más clara del esfuerzo humano convertida en agua salada. Llevaba 10 horas al volante sin un espacio de descanso. Salió de la Ciudad de México por la mañana y debía entregar la carga en Tuxtla Gutiérrez al amanecer del día siguiente, pero a 80 Km. por hora no lo lograría, a menos que sacrificara la hora de pernoctar.

La complicación del hambre la resolvería con dos panes y un trozo de queso. No tendría que detenerse para comer, podría hacerlo mientras manejaba. Con tan poca comida las necesidades fisiológicas complicadas no serían un problema. En cuanto a orinar, tampoco habría problema, los litros de agua que tomaba los estaba sudando en su totalidad, parecía que ya nada le llegaba a la vejiga, estaba orinando permanentemente por los poros de la piel.

- Cómo no me echó mi vieja unos chiles jalapeños, hubieran servido de mucho a la hora de espantar el sueño, maldita sea con este pinche calor, me voy a deshidratar carajo y me faltan cuatro horas para llegar a Zintalapa. No se vale que me presionen de esta manera, avisarme tan de así nomás, no se vale. Y es que don Raúl sabe que nunca me niego, pos cómo me voy a negar con tanto chamaco qué mantener, pero es que no se vale que me avisen dos horas antes, qué creen que uno no tiene familia, que uno nomás sirve pa´ trabajar, que no quiere uno descansar. No; si uno también se fatiga, además uno quiere oír el box, el béisbol, qué creen que uno es un animalito sin distracciones ni quereres. Pero ya no voy a decir que sí, pa´ la próxima me niego y a ver cómo le hago, lo malo es que presiento que mi vieja ya está cargada otra vez, que barbaridad, con que no me salga otra vez con que son dos en vez de uno. Ya la primera vez se me murió el machito, que barbaridad. Ojalá dos no, ojalá nomás uno, si yo ya no quiero más pero ni modo de aguantarme, si para eso nos dio el Patrón la vara de Moisés, ni modo que nomás la use pa´ mear. Pinche calor ya me está haciendo pensar puras pendejadas, si no me apuro me voy a deshidratar, ojalá que el sol se termine de esconder porque lo que es mi camión, la verdad que en una de estas se me derrite.

La carretera era una línea interminable hacia al frente, de vez en vez se miraban charcos cristalinos de agua pura en medio del camino, pero al tiempo de la aproximación se caía en la cuenta de que era el reflejo del sol en el pavimento. Simón estaba terminando con sus reservas de agua y no veía para cuándo esa línea frontal le notificara la proximidad de un poblado en donde pudiera recoger agua.

- Ojalá que mi viejita entienda que no ando de cabrón, ojalá estuviera de cabrón con el Chivo, pero no, estoy aquí en chinga, todo sea por mantener a la familia, y no puedo hacer otra cosa, ya sé que con esto es insuficiente pero si yo sólo sé manejar, qué se le va a hacer, me hubiera gustado instruirme, aprender a hacer las tablas y entender las letras, pero pos no se pudo. Y mis chamacos, pos no me quieren entender, no quieren estudiar, dicen que en las escuela nomás los maltratan, pinche Víctor, dice que nunca tiene clases, que su maestra nomás se esconde en la bodega para treparse en las piernas del conserje, dice que no les da clase, se me hace que esa pinche escuela es más bien un reclusorio. Pero yo les voy a ayudar a estudiar para que aprendan. No, pero, yo cómo les voy a ayudar si yo no me instruí, que pendejo soy, hasta mis hijos pueden entender las letras más rápido que yo. Pero sí les puedo obligar a que estudien, cabrones pendejos que creen que la vida es muy pinche fácil. Si no quieren estudiar los voy a traer conmigo pa´ que vean lo que es trabajar, pa´ que vean lo que les puede pasar si no se ponen a estudiar. Pero, es que esa pinche escuela más bien parece un reclusorio.

La tarde se construía desde el horizonte y envolvía poco a poco la piel del cielo. La luna aguardaba impaciente por su turno amenazando con iluminar una noche cálida, pero parecía con pocos ánimos de refrescar, parecía querer continuar la tarea ígnea de su compañero sol. El ardor en el ambiente se quedaba, y así se veía la luz del atardecer desaparecer tras el Monte del Cristo Rojo.

-Ya se me hizo que no llegué a Zintalapa, no puedo cruzar La Ventosa de noche, porque me chingan toda la carga, voy a tener que detenerme, pero así nomás no voy a llegar. Ya se chingó el asunto; no veo forma de estar en Tuxtla Gutiérrez al amanecer, si atravieso ahora voy a llegar a tiempo pero en calzones, si me espero a mañana, tal vez llegue completo pero con 10 horas de retraso. Ya ni la chingan, quieren rapidez y me dan un camión que no llega ni a los 80 Km. por hora. Ya pueden borrarse estos números, 90, 100, 120, ya pa´ qué los quiero, nunca voy a llegar a esa velocidad, nunca voy a contar más de 80 cosas, ya se pueden borrar esos números del mundo, nunca me van a pagar más de 80 pesos diarios, pa´ mí está bien que los números se acaben en 80 si con esta pinche vida no creo llegar a 80 años, sí, definitivamente que chingue a su madre el número 81 y de ahí pa´ delante también que chinguen a su madre todos los demás.

La noche había sorprendido a Simón entre maldiciones matemáticas. No lo había notado pero no se cruzaba con un coche desde hacía más de 2 horas. Podría haber tomado el contracarril y nadie hubiera salido lastimado, podría prescindir de sus direccionales y nada habría pasado; podría haber dejado el camión atravesado en medio de la carretera y nadie se habría impactado contra él. Simón estaba en medio de la vegetación oaxaqueña como un árbol más de toda esa marea verdosa. Simón estaba en medio de su familia como el árbol de Pirul que tenían en el centro de la vecindad donde vivían, ayudando a respirar pero sin recibir una expresión agradecida. Simón estaba en el mundo como el árbol del bien y del mal reluciente en la mitad del valle en el jardín del edén, con sus frutos otorgables, su sombra regocijadora y su belleza natural; pero condenado por la voluntad de Dios, imposibilitando su trato amable con los hombres. Simón no entendía su lugar en el mundo. Trabajaba para mantener una familia que no conocía. Si alguna vez se hubiera topado con la más pequeña de sus hijas en una de las comunidades sureñas que estaba visitando seguro que no la habría reconocido; no habría podido tomarla por su hija. De los 356 días del año dormía 330 en aquél camión parsimonioso. Su compañera era la silueta de la mujer desnuda que estaba pegada en el tablero superior, su cuarto, la pequeña cabina trasera; su última oración, la frase multicolor que pegada en la parte superior del parabrisas prometía que bajo la voluntad y el permiso de Dios, volvería; su despertador era el sonido de los motores ajenos y los buenos días se los daba a sí mismo frente al retrovisor y de la misma manera a sí mismo se respondía. El trabajo era para él un elemento todavía más triste que la enajenación marxista, porque con el sueldo recibido le permitía a su familia sobrevivir en comunión, pero lejos de él, Simón no participaba de la común unión que él mismo permitía, con su trabajo, en su familia. Si el trabajador marxista revienta al pensar que el fruto de su esfuerzo lo recolectará el burgués para bien de su familia, hay que imaginar qué sucedía con Simón al saber que al resultado de su esfuerzo sería para el beneficio que su esposa y sus hijos compartían en familia allá en la capital. Sí, gracias a él, pero sin él.

- Yo creo que aquí le paro, allá abajo se miran unas casas, no estoy tan sólo entonces. Tal vez sea mejor estar sólo, porque la soledad significa que no hay nadie, ni siquiera ladrones. Y si no hay ladrones no necesito que nadie me ayude, porque nadie me molesta. El mundo así sería re agradable –nadie te molesta, nadie te ayuda- pero a mí toda la vida me han jodido todos y nunca nadie me ha ayudado. Aquí cada quien con sus uñas y de vez en cuando una que otra bendición de Dios, pero primero las uñas y después Dios. No nada de eso; primero Dios y luego las uñas, porque Dios nos dio las uñas y los dedos que las soportan y también nos dio las manos que cargan esos dedos y así y así hasta llegar al corazón que todo lo mueve sin ser movido por nadie, yo creo que el corazón es la casa que Dios construyó dentro de nosotros para poder vivir en nuestro interior y todo está bien correspondido porque Él vive en mi corazón y yo vivo en este camión que Él puso en el mundo para que yo lo manejara y mi familia pudiera comer; no puede haber trato más justo; el que desaloja a Dios de su corazón es un ingrato, un pobre diablo.


El peripatético Simón orilló su camión resignado a retrasar la entrega a cambio de su bienestar. Al apagar las luces exteriores e interiores notó que la oscuridad era macabra. – Así es como miran los ciegos- pensó. Y asegurando las puertas del camión se recostó en la pequeña cabina trasera. No se durmió enseguida porque seguía pensando en la familia que mantenía en la capital y que apenas y conocía. No recordaba los nombres de todos sus hijos, que eran bastantes; mucho menos recordaba sus edades; pero las voces sí las recordaba, todas, hasta la de aquella niña que no habría reconocido al verla en alguna comunidad sureña de México. Habría bastado que le dijera –que bueno que ya regresaste papito- para que Simón hubiera descubierto que se trataba de su hija.

Poco a poco fue venciéndose al cansancio de estar todo el tiempo sentado, porque hasta la inmovilidad cansa. Es como la diversión que aburre, nadie puede estar en perpetua fiesta, porque en algún momento lo que parecía divertido deja de serlo al haberlo repetido hasta el cansancio. O el que ama y ama y ama sin detestar nunca nada, corre el riesgo de detestar algún día al amor y puede hasta culparlo de tanto y tanto amor. Simón estaba cansado de amar a esa familia que no conocía, pero él era de la clase de hombres que bien pueden cualquier día morir de cansancio. Simón podría morir del cansancio que tiene su corazón (la casa de Dios) de amar y amar, pero primero moriría antes que dejar de amar.

Cuando el cansancio físico había hecho ya su labor empezó a sentirse movimiento en el ambiente que rondaba afuera del camión. Simón despertó al escuchar el tronar del pasto seco cercano al camión. Al mirar por el resquicio de la lámina oxidada pudo ver a un hombre que giraba con paso lento en los límites del camión. Estaba buscando un acceso al remolque, quería desatar las cuerdas que sujetaban la lona.

Con la involuntaria ayuda de la luz lunar, Simón pudo ver bien al hombre que le importunaba. Tenía un aspecto bien triste, no parecía pertenecer al poblado que se alcanzaba a mirar hacia abajo. De hecho no parecía pertenecer a ningún poblado de la tierra, parecía más bien salido de una historia de horror, un mendigo le hubiera dado cobijo, no daba miedo, daba pena.

Simón pensó en salir a ahuyentarlo, salió de la cabina trasera y cuando iba a abrir la puerta, notó que más allá venían bajando del monte unas cuantas personas más. Se detuvo y trató de pensarlo mejor. Una persona miserable da pena, pero una comunidad miserable da miedo. La miseria puede ser una llama y un conjunto de llamas pueden consumir una ciudad entera.

Cuando el primer hombre notó que Simón había despertado se acercó a la ventanilla y le dijo: -duérmase compadre, duérmase. -¿Qué quieres eh, qué quieres?- gritó Simón espantado desde el interior. –Quiero que se duerma compadre, le conviene. –Replicó el primer hombre desde afuera.

Simón se volvió al compartimiento trasero, ahora sí tenía miedo. El hombre de afuera quería vaciar la carga, pero quería hacerlo sin problemas, quería que Simón se durmiera y no se opusiera. Simón saltó rápidamente hacia el asiento y se decidió a arrancar el camión, no pensaba que ese hombre tuviera un arma, de ser así ya la habría vendido para comparar comida o ya la hubiera cambiado directamente por algo de comer. Pero cuando iba a encender el camión notó que los hombres que hacía rato estaban bajando, estaban ya frente al camión, y ya habían colocado un gran pedazo de árbol en el suelo imposibilitando la huída.

-Quiten eso mis amigos, si el señor no quiere irse, ¿verdad amigo? -Grito el primer hombre desde afuera.

Simón negó con la cabeza y guardó las llaves asegurándose de que las puertas siguieran bien cerradas. El primer hombre no parecía ser el jefe de aquella retahíla de miserables, pero éstos le obedecieron con desconfianza y con temor. Sólo hasta ahora Simón notó que el aspecto del primer hombre ya no daba pena, daba respeto, era el rostro de un gran hombre envuelto en un mejunje de lastimeros harapos.

-Le digo que se duerma mi amigo, así es mejor.- Insistió el primer hombre.

Esta vez Simón asintió y se pasó nuevamente al compartimiento trasero. Sabía que no iba a dormirse pero no sabía qué hacer. Del lado derecho del camión la turba de miserables se estaba poniendo violenta, movían el camión amenazando con voltearlo. Simón abrazó sus cobijas y sintió miedo por segunda vez en su vida. La primera vez fue la mañana en que su mamá se fue, dejándolo solo en el mundo con solamente 8 años de edad. Su padre había muerto sin que ni siquiera pudiera conocerlo. Se quedaba, así, solo en el mundo. Y cuando despertó aquella mañana y notó que su madre no estaba y pasó el día entero sentado en el borde de la cama esperando a que su madre volviera y así duró por la noche sin dormir y amaneció nuevamente y su madre no volvía, y se dio cuenta de que no volvería nunca más; aún así se quedó tres días sentado al borde de la cama esperando a su madre y lo único que sucedió es que el casero lo mandó a la calle sin más cosas que las que llevaba puestas, sin comida, sin agua y sin madre. Y miró la calle y supo inmediatamente que la vida le estaba esperando entre aquellos muros carcomidos y sucios, y que sus enemigos le esperaban a la vuela de la esquina y que su comida se estaba apestando en el basurero del mercado y que tenía que apresurarse porque tal vez los perros llegarían antes que él. Y miró el mundo y el mundo le dio desconfianza y miro la vida y la vida le dio miedo y se puso a temblar al pensar en todas las cosas que le deparaba la vida, hubiera preferido, en ese instante no estar vivo, no haber venido nunca al mundo.

Y ahora que el miedo lo visitaba por segunda vez se trataba de lo contrario. Aquella vez temblaba ante lo que le deparaba la vida, ahora temblaba ante lo que le deparaba la muerte. Allá le daba miedo salir, acá le daba miedo terminar. Y cuando reparó en que tanto en la salida como en la llegada se encontraba solo frente a su destino, se llenó de tristeza al comprender que toda la vida había estado solo, que la soledad había sido su sino. Y miró sus manos y miró sus dedos y miró las uñas que soportaban aquellos dedos y comprendió que Dios nos dio las manos y los dedos y las uñas para vivir en este mundo solitario, porque de ser el hombre un ser compasivo habríamos nacido mancos ante la dependencia de la compasión ajena.

Simón, estuvo a punto de ser vencido por él mismo, sin embargo siempre había sido un hombre sensato, trató de retomar la tranquilidad para poder pensar mejor. Llegar solo al mundo es una mala broma del destino, pero irse del mismo modo es una canallada que nosotros mismos nos hacemos. Estaba pensando esto cuando abrió un pequeño acceso que se encontraba en la pared trasera del compartimiento y que se conectaba con el remolque. Sin mayor esfuerzo sacó de allí algunas frutas que pertenecían a la entrega. No sacó unas cuantas, sacó muchas, las metió en un costal, lo llenó y aun después llenó un costal más. Con los dos costales a cuestas se hizo hacia delante y salió del compartimiento y en un solo movimiento salió del camión. El primer hombre se encontraba a unos cuantos metros desatando las cuerdas que sujetaban la lona. Miró a Simón e interrumpió su trabajo, Simón le dio los dos costales llenos de fruta. El primer hombre los tomó y los abrió, sacó una mandarina, la desnudo con furia y se la tragó de un bocado, sin siquiera masticarla.

Simón había vivido solo toda su vida, pero no quería morir así, era verdad que el trabajo le impedía convivir con su familia el tiempo que él hubiera querido, pero allá adelante había mucha vida; todavía faltaban muchos kilómetros que avanzar, la carga aún no debía ser entregada. Se había detenido una noche para descansar, y con el descanso descubrió que al vivir y al manejar con cuidado se puede llegar al final de manera completa, rendir cuentas justas y terminar el viaje en paz, sin exigir ni deber nada.

El primer hombre seguía tragando, un segundo miraba al costal y otro segundo a Simón. Meneaba la cabeza como afirmando a preguntas que nadie estaba haciendo, o que quizá él mismo formulaba para sí y de la misma forma las contestaba. Los salvajes que pretendían voltear el camión los cercaron rápidamente pero nadie se atrevió a acercarse, se notaba el miedo que les infundía el primer hombre. Miraban a éste comer y pujaban y babeaban, pero no intervenían. El primer hombre se guardó para sí uno de los costales y les dio el otro a esa pobre manada de miserables roñosos. Volteó nuevamente hacia donde Simón estaba y lo miró ahí parado, tranquilo, satisfecho, con la vida chorreándole por los poros del cuerpo.

-Sale compadre; ahora sí duérmase, no le va a pasar nada, yo lo cuido.





21 noviembre 2003

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